Maradona o el milagro de la vida, por Pablo Cohen

Las últimas horas han demostrado que el fútbol es antes que un deporte un fenómeno sociológico, que la vida humana es un milagro y que Diego Armando Maradona, haya sido o no el mejor jugador de todos los tiempos, tiene una grandeza inigualable. Inigualable por la épica con que recubrió cada una de sus aventuras, incluso las que lo vistieron de antihéroe. Inigualable porque su carisma era una poderosa fuerza natural de la que sus escasos adversarios no se librarán fácilmente. E inigualable porque encarnó como pocos el fútbol como un acto puro, lúdico y artístico en el que la pelota nunca se manchaba, un terreno donde no hay desasosiego porque es sinónimo de dos valores que el astro identificó con genio bajo las palabras “alegría y libertad”.

Fue Maradona, y usar el pasado no solo resulta inverosímil sino que es un error, como demuestran las imágenes que la celebración de su vida, en medio de la tristeza colectiva que envuelve Buenos Aires, caen del televisor como rayos sobre un cielo pecador, el jugador de fútbol más subversivo y apasionado, el único que ganó dos Mundiales seguidos arrastrando milagrosamente a todo un equipo —¿o alguien duda de que Italia ’90 fue argentina?— detrás de una insolente varita mágica que acaba de llegar al Cielo para devolverle, y no dirán que no ha tenido paciencia, la mano a Dios.

Ok: volvamos a los datos duros. ¡Un solo Mundial bajo su zurda! ¡Uno solo! Barrilete cósmico, genio insoportable, vengador de la Nación argentina con el mejor gol de la historia aunque sin matar, o eso declararon a la prensa, a ningún inglés en el campo de batalla y, sobre todo, mito incesante. 

Incesante, porque el destino de gloria es tan suyo que solo Leonardo Favio, que tan bien se llevaba con la divinidad, pudo intuirlo con precisión de brujo cuando escribió: “Una constelación de multitudes te ha cercado por siempre/ Ya no tendrás olvido, ya no tendrás descanso”. Una maldición cargada de amor que el cineasta compartió involuntariamente con el poeta uruguayo Mario Benedetti, de cuyo nacimiento se cumplieron en 2020 100 años: “Vida tuya tendrás/ Y muerte tuya/ Ha pasado otro año, y otro año/ Les has ganado a tus sombras, aleluya”.

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Es que Diego era poesía, pero como Favio y Benedetti, también era popular. El más popular de todos. El más auténtico, aun para la destrucción y la autodestrucción. El líder más potente adentro de la cancha. La positiva voz de mando que, como ejemplo de su prédica, ofrecía el cuerpo por una idea de patria más romántica que chauvinista. La máquina de gambetas, de caños, de asistencias y de golazos que destruía esperanzas y alegraba demasiadas vidas argentinas que solo sabían cosechar dolor. Y el compañero sorprendentemente noble.

“El liderazgo de Diego era muy natural y, cada vez que hablamos con los muchachos, coincidimos sobre ese tema”, declaró Jorge Burruchaga, el exvolante argentino, estrella de la final contra Alemania en México 1986, en una reciente entrevista exclusiva a Tenfield.com, donde agregó:

“A mí me tocó estar desde el primer hasta el último día de los siete años en los que Carlos Bilardo dirigió, y te puedo asegurar que él siempre les dijo a todos que el capitán iba a ser Maradona, y que Argentina era ‘Maradona y diez más’. ¡Así nos decía, imaginate la confianza que le tenía! Diego mueve montañas con cada cosa que dice. Siempre estuvo adelante nuestro ayudando a todos, dando energía y alentando a cada futbolista. De su vida le podrás reprochar cosas, pero como capitán fue ejemplar. Y, como recordaba el ‘Gringo’ Ricardo Giusti, demostró esa cualidad desde chiquito”.

Como un vendaval inaprensible, que es lo que Argentina y su vértigo tantas veces son, Maradona es la violación masiva de la cuarentena por un objetivo que nadie cuestiona en voz alta, el fin del toque de queda en la ciudad de Nápoles, que encontró en él un motivo para que la existencia de millones de personas tuviera sentido, la corporeización de una serie de valores racionales y de otra serie de símbolos que corresponden al terreno mágico y que, como en el caso de muy pocos deportistas, por ejemplo, un Kobe Bryant, emocionan más que aquellos. Como reza un cartel napolitano: “Estaba aquí cuando llegaste, no podía no estar ahora que te pusiste las alas”.

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Por eso, siguiendo a Enric González, “hay que dar un salto hacia la fe para entender el fenómeno”, por eso velarlo en la Casa Rosada resulta insólito pero natural, por eso la angustia de la Argentina es el estupor y la melancolía del mundo, por eso el siempre impecable Jorge Valdano no puede hablar, desbordado por la emoción, puesto que la nobleza de sus hazañas no se lo permite, aunque más tarde escribirá que “hasta la pelota, el juguete más comunitario que existe, se sentirá más sola y llorará desconsolada a su dueño”. 

Por eso, además, un preclaro analista uruguayo sostiene que “murió el mejor y el más humano de todos los futbolistas”, por eso tantos anhelan junto a Diego la “final reunión de las almas en el alma del mundo” que evocaba Bioy Casares. Y por eso algunos creen que todo esto es exagerado, que Maradona tenía defectos vergonzosos, que cómo van a hacerle tanta alharaca, que qué nos pasa como sociedad, que no dio el ejemplo afuera de la cancha, que fue un demonio, que esto es solo fútbol. 

¿Solo fútbol? No sería grave que no entendieran un juego. Lo grave sería que no entendieran la vida. 

Pablo Cohen, Montevideo, noviembre de 2020

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