Esta entrevista fue publicada originalmente en el bestseller “Desde Adentro: Uruguay Mundial”, que el autor editó junto al diario El País en vísperas de la participación celeste en Rusia 2018.
“Diez grandes ídolos en la historia de River” es el título de un artículo en el sitio web www.90min.com dedicado a las glorias históricas del Club Atlético River Plate, la centenaria institución que ha ganado decenas de campeonatos argentinos, cuatro Copas Libertadores y una Copa Intercontinental.
Aquella lista virtual, en la que curiosamente no figura Daniel Alberto Passarella, incluye en orden creciente a Oscar Más, Amadeo Carrizo, Marcelo Gallardo, Matías Almeyda, Fernando Cavenaghi, Ramón Díaz, Norberto Alonso, Ariel Ortega y Ángel Labruna. Y, en primer lugar, a Enzo Francescoli Uriarte, un hincha de Peñarol que, pese a haber jugado en el Montevideo Wanderers, realizó en el exterior la mayor parte de su extraordinaria carrera.
Una película de Sofia Coppola titulada “Lost in Translation”, y mal traducida como “Perdidos en Tokio”, habla estupendamente de la alienación que puede sentir el ser humano en un ambiente extraño. Algo de eso sucede cuando uno compara lo que Wikipedia en inglés tiene para decir de Francescoli, respecto a lo que la misma fuente informa en castellano. Es como si el mundo venerara a uno de los futbolistas más exitosos y elegantes de las últimas décadas, y su país, en donde debería ser un monstruo sagrado, encontrara siempre un motivo para minimizarlo, ya que negarlo resulta imposible.
Superhéroe de Zinedine Zidane y exjugador del Racing Club de París, del Olympique de Marsella, del Cagliari y del Torino, Francescoli obtuvo en dos etapas distintas con River cinco campeonatos argentinos, una Supercopa Sudamericana y, como capitán de un plantel que incluía a Ortega, Gallardo, Crespo, Altamirano, Cedrés, Sorín y Astrada, la Copa Libertadores de América de 1996.
Con un argumento típicamente provinciano, nos hemos envalentonado al asegurar que nunca jugó bien en la selección, cuando los números, que se pueden analizar mejor con la perspectiva que da el paso del tiempo, indican otra cosa. Porque, si bien Francescoli fue el símbolo de una generación que no tuvo éxito en los Mundiales y que mantuvo un fuerte conflicto extradeportivo con el exentrenador Luis Cubilla, el “Príncipe” también jugó cuatro ediciones de la Copa América, llegando las cuatro veces a la final, ganando tres y convirtiéndose en el mejor jugador de dos de ellas, primero en 1983 sin sede fija y luego en 1995 en el Estadio Centenario y como parte de un plantel en el que también estaban Rubén Sosa, Gustavo Poyet, Pablo Javier Bengoechea, Sergio Martínez, Daniel Fonseca, Marcelo Otero, Marcelo Saralegui, Álvaro Gutiérrez y Diego Martín Dorta. Traducción rápida: Enzo Francescoli tiene más Copas América que Chile en toda su historia.
Excampeón sudamericano sub 20 con Uruguay, máximo goleador extranjero en la historia de River por delante de su compatriota Walter Gómez, y actual mánager y triunviro virtuoso, junto al técnico Gallardo y al presidente Rodolfo D’Onofrio, de los “Millonarios”, Francescoli llega con el celular y la agenda cargados de tareas a un encuentro en la cafetería Francesca, del esplendoroso Patio Bullrich de Buenos Aires. Está preparado para hablar de todo. Y escucharlo es un placer.
-En tiempos más duros que los actuales, Wilson Ferreira definió al Uruguay como una “comunidad espiritual”. ¿Cómo definiría usted su relación con el país hoy, en este otro exilio, que a diferencia del de Ferreira es voluntario, y desde una tierra donde la gente es más efusiva y le manifiesta su admiración permanentemente?
-Con Uruguay siempre tuve la mejor onda, es mi país y es diferente; más cálido, más tranquilo y más respetuoso que Argentina. El argentino es bastante invasivo, sobre todo en Buenos Aires. Pero bueno: yo me vine a los 21 años después de haber jugado tres en Wanderers. Así que la mayor parte de mi vida profesional pasó fuera del Uruguay. Dentro de ella, la mayor parte transcurrió en Argentina. Y también en Argentina se desarrolló la vida profesional de mis hijos, uno que estudió acá y es abogado, y otro que fue futbolista y estudia Economía en Estados Unidos. Y de mi exesposa, que cursó su carrera en Buenos Aires y es psicoanalista. Entonces, en Uruguay solo viví hasta los 21 años. Esa es la realidad. Pero mi realidad interior es que me siento más uruguayo que nadie y que desde aquí lucho por la celeste. Y me veo en el final de mis días volviendo al Uruguay. Ese es mi deseo interno. Pero bueno: esto es como cuando yo en el cierre de mi carrera no pude jugar en Peñarol, del que siempre fui hincha, porque no me dieron las piernas. Con lo cual la sensación que tengo es que Argentina es mi segundo lugar en el mundo: el primero es Uruguay.
-Usted parece una persona tranquila y equilibrada, aun ante circunstancias enormemente exigentes. Incluso luego de que River ganara la Supercopa contra Boca, sus declaraciones buscaron ponerle paños fríos al exitismo del momento para enfatizar que el equipo no era tan malo antes ni se había vuelto tan bueno cuando salió campeón. Esa calma que ha mostrado también como jugador en situaciones de presión, ¿de dónde sale?
-Siempre fui así. Es mi manera de ser, soy bastante tranquilón. Mis más amigos y mis familiares te dirían que, como buen escorpiano, cuando exploto, exploto; pero me cuesta y cuento siempre hasta diez. Pienso que soy un tipo racional, que no soy impulsivo y que medito las decisiones que tomo, aun si me equivoco. Después, bueno, creo más en la realidad que en la palabra “éxito”.
-¿Cómo es eso?
-Claro: yo creo en una sucesión de cosas que pueden hacerte diferente por tu capacidad innata, como fue para mí el fútbol, y por las características que vos después le puedas agregar a esa capacidad: voluntad, ganas y entusiasmo. No creo en el éxito entendido como un fenómeno que ocurre de un día para el otro. Entonces, en mi vida soy así y en el fútbol también. Y volviendo a tu pregunta, recientemente se estaban hablando de Boca cosas que antes de ese clásico se hablaban de nosotros, que estábamos pasando un mal momento futbolístico. Por lo que, más allá del exitismo, me gustaría que hubiera un poco más de gris, algo más pensado, no solo “está bien” o “está mal”. Lógicamente, el fútbol ha cambiado, incluso por motivos relacionados con el mercado, y las críticas hay que bancárselas. Pero yo prefiero que tengan fundamentos. Quizá por eso tuve un enfrentamiento con parte del periodismo deportivo uruguayo, que hace muchos años hacía una crítica no constructiva y con poca explicación, básicamente fundada en el supuesto de que los repatriados no tenían que venir al seleccionado porque, teóricamente, ganaban mucha plata y jugaban mejor afuera que adentro. Pero si te ponés a pensar, pasa lo mismo con el mejor jugador del mundo hoy, y no es porque Messi juegue mal con su país, sino porque acá lo ven solo tres veces por año y después le reclaman que en 90 minutos haga lo mismo que hace en Barcelona todos los domingos.
-¿Cambió su perspectiva sobre este tema con el paso del tiempo?
-Hoy con 56 años, y no con veintipico como en esa época, de repente no hubiera entrado en esa discusión. Pero yo era joven y también era el capitán, y sigo pensando que no tiene sentido banalizar todo en torno a si un jugador sale o no sale, a si toma Coca Cola o no, o dramatizar períodos deportivos de una institución que son normales porque los jugadores juegan bien o juegan mal. Me gusta más el análisis que el exitismo oportunista.
-De la articulación que acaba de hacer, es muy difícil inferir que a usted le interesen las redes sociales.
-No les doy la menor bola, no tengo redes, no tengo página web, no las usé nunca ni las pienso usar. Apenas utilizo el WhatsApp un poco mejor que antes (risas).
-Sebastián Abreu opina que, para comprender cabalmente el proceso de Tabárez, la gente debería valorar a los líderes uruguayos que previamente lucharon por defender la tradición y la dignidad de la camiseta uruguaya. Y lo menciona a usted y a Paolo Montero, entre otros.
-Estoy de acuerdo. Nosotros vivimos una coyuntura complicada porque no tuvimos, como la generación de Abreu, buenas actuaciones en los dos Mundiales de los que participamos, aunque obtuvimos tres Copas América de cuatro, un logro al que en mi opinión no se le ha dado el valor que debería tener, pero bueno: es parte del juego. Y con las malas participaciones en los Mundiales, siempre se dio una lucha bastante desigual con el periodismo. Todo en una época que no fue fácil, porque yo recuerdo cómo, siendo capitán, tuve que luchar por un premio de presentación para disputar los partidos. Había chicos que estaban todo el año laburando para jugar en la selección y que, si el equipo no ganaba, no se llevaban nada a la casa. Estoy hablando de chicos que estaban en equipos menores y tenían malos sueldos. Pero bueno: la prensa tergiversó las cosas y vendió este asunto de los repatriados.
-¿Como si fueran uruguayos de segunda?
-Sí. No es un tema del que me guste hablar demasiado porque Luis Cubilla falleció, pero fui yo el primero que se enfrentó a él porque me sentí herido cuando dijo que quienes jugábamos afuera no éramos buenas personas. De eso no me arrepiento porque, más que al futbolista, defendí al ser humano. Y claro: me gustaría que en el periodismo hubiera menos arbitrariedad.
-¿El contacto ha sido más amistoso con la gente común del Uruguay?
-Sí, ahora y antes. Y que quede claro que no estoy haciendo un juicio de valor respecto al periodismo de ese momento, porque no se puede generalizar. Pero lo único que nunca me pareció lógico es la manera en que la prensa atacó a los repatriados por estar en el exterior o por ganar más dinero, cuando resulta evidente que lo que busca un deportista es la gloria. Dicho esto, lo otro ha sido fantástico para mí, porque en Uruguay siempre me sentí muy reconocido, fui embajador de Unicef representando al país y la gente me trata muy bien. Además, voy muy seguido porque me gusta y porque todavía tengo a mis hermanos y a mi vieja.
-Siempre se ha comparado a Francescoli con Zidane, quien le puso “Enzo” a uno de sus hijos. Pero mi abuelo decía que usted se parecía, sobre todo, a Schiaffino.
-Mi viejo decía lo mismo.
-La pregunta es: ¿en algún momento usted se paró a reflexionar y dijo: “Este es mi estilo, lo encontré”?
-No, nunca. Las similitudes a veces tienen que ver con lo físico o con la manera de correr la cancha. Por ejemplo, solo desde lo físico -que se entienda bien- me siento identificado con Johan Cruyff, porque cuando tenés patas finas y largas parece como si anduvieras en puntas de pie. Hoy lo veo a Nacho Fernández, que todavía tiene piernas más flacas que yo, da la misma impresión y hace ese tipo de dribbling que llega siempre con la punta, ¿viste? Yo era eso y, por lo que me contó mi viejo, Schiaffino era eso pero más elegante, porque ni siquiera se despeinaba (risas). Después, cuando surgen nuevos futbolistas en Argentina, siempre me preguntan qué tienen de Francescoli, pero pienso que cada uno hace su historia propia y que tampoco es bueno buscar comparaciones. A mí no me gusta la discusión respecto a quién, entre Maradona, Pelé o Messi, fue el mejor de la historia, porque considero que es imposible establecerlo. Y respecto al estilo, mirá: yo entrenaba para mejorar el tiro libre, el dominio de pelota o la manera en que la paraba con el pecho. Pero cuando jugaba un partido o un picado, cosa que continúo haciendo aunque con menos movimiento que antes, lo hago sin pensar.
-Recién mencionó a Messi y a Cruyff, y me interesan esos dos casos para unirlos al suyo y vincularlos con cierto prejuicio que existía en Uruguay respecto a que jugadores demasiado flacos o bajos no podían jugar profesionalmente al fútbol. ¿Usted desmitificó un poco eso?
-No sé si fui yo, porque antes de mí está el “Pato” Aguilera, que mide 1,60 metros, no tiene fondo, no tiene físico y para mí fue un genio. Messi mismo desmitificó eso en estos últimos 15 años, porque tiene un físico normal para cuyo desarrollo fue importante la ciencia. Entonces, no creo que haya sido yo. Ya había flacos como el “Chifle” Barrios, después estuvo Fonseca y hoy vemos a Nacho Fernández, cuyas piernas son como mis brazos, y es extraordinario.
-Para este mismo libro, Rubén Sosa recordó con cariño y admiración el momento en que entró al vestuario del Maracaná después de la final de la Copa América 1989 y vio al capitán devastado. Hablando de eso y de la experiencia que supuso el Mundial de Italia, me gustaría preguntarle algo que también le pregunté a Sosa, y es en qué cambió Tabárez en todo este tiempo.
-¿Rubén? Un genio. Esta pregunta la he pensado muchas veces. Hace mucho que no veo al maestro, que es una persona a la que aprecio muchísimo. No soy un tipo al que le guste molestar cuando es todo triunfalismo, con lo cual no he hablado demasiado con él, porque consideré que aparecer después, y ojalá lo sepa si lee esta nota, era sumarme de manera oportunista a su éxito. Pero por lo que escucho y por lo que veo que hace, para mí es el mismo. En 1990 era lo que es: un gran técnico, muy medido, con un mensaje que llegaba, un tipo con el cual uno podía hablar de cualquier cosa, no solo de fútbol. Y pienso que siguió siendo así. Lo que pasa es que después adquirió mucha más experiencia con su pasaje por Argentina y por Italia, y además tuvo una generación que también lo ayudó, con una edad uniforme durante mucho tiempo. Esos jugadores llevaron adelante su idea, que siempre fue la misma, que en 1990 hubiera logrado si nosotros hubiéramos tenido otros resultados, y que quizá no habría logrado si en Sudáfrica Ghana no hubiera errado el penal en el último minuto del partido. Pero somos así: buscamos demasiado la palabra “éxito”, en lugar del éxito fundamentado. Personalmente, tengo la suerte de laburar desde hace cuatro años en River, donde la decisión final es de D’Onofrio y, desde el primer día que vino Gallardo, pensé: “Ojalá que se pueda quedar diez años”.
-O sea, una especie de Alex Ferguson de River.
-Sí, porque en el mundo de hoy se necesita previsibilidad y la sensación de que hay ideas que trascienden a esos momentos de especulaciones oportunistas. Obviamente, uno se equivoca, porque no todos los jugadores que trae rinden. Pero hay que tender a encontrar esos procesos.
-¿Qué sintió cuando vio el Mundial que Diego Forlán hizo en 2010? ¿Se sorprendió?
-No, porque el jugador de fútbol tiene algo que constato permanentemente, que es una parte de su técnica innata, de su mentalidad, de su capacidad y de su trabajo físico pero, sobre todo, de su estado de ánimo. Entonces, cuando estás con un gran estado de ánimo, sos capaz de cualquier cosa. Y Diego, con un equipo que lo sostuviera, podía hacer lo que quisiera. Por eso fui uno de los primeros en Sudáfrica que dijo que Forlán estaba para mejor jugador del Mundial. Finalmente marcó la diferencia con respecto a todos, y eso que en España había grandes jugadores. Antes de eso, yo pienso que su explosión ocurrió en Argentina, en un fútbol que tiene la característica de devorarte o elevarte. Y después, ni que hablar, su paso por Inglaterra, su capacidad de ir siempre a más, su costumbre de darle de izquierda para mejorar su pegada en los días de lluvia en el indoor de Manchester, así que bien merecido lo tiene. De la misma manera, tampoco dudo de que el mejor atacante que ha tenido Uruguay en los últimos 50 años es Luis Suárez, que cuando comenzó era un jugador normal y hoy mirá el lugar que ocupa. La verdad, que un tipo así sea uruguayo me llena de orgullo.
-El libro al que uno le tiene más cariño no necesariamente es el mejor que leyó en su vida, sino, tal vez, una obra de iniciación que coincide con un momento radiante de su juventud. ¿Cuál es el libro celeste de Enzo Francescoli?
-La Copa América de 1995, porque significó un montón de cosas, empezando porque fue la tercera para mí, y siguiendo porque se jugó en el estadio al que por primera vez fui con mi viejo, agarrado de su mano a los cinco años. Recuerdo cómo fuimos subiendo la escalera de la Olímpica, que para mí era larguísima. Haber podido lograr eso en mi casa, en el Centenario, y levantar la copa enfrente a mis padres y a mis amigos, mismo frente a algunos a los que había dejado de ver por cosas de la vida, fue único. No era poco el peso que tenía Uruguay al ser local y tener que ganar la Copa América.
-Si recuerdo bien, usted jugó lesionado el último partido.
-Los últimos minutos sí, porque me saqué el hombro. Es más: yo le pedía al médico que se apurara porque estaba por terminar el partido, eran los descuentos, iban a empezar los penales y oficialmente yo era el pateador, igual que en River. Y por lo general, cuando pasa eso, te toca patear primero.
-Técnicamente, ¿para un arquero es más difícil atajar un penal colocado abajo contra un palo, casi científicamente, al estilo suyo o de Bengoechea, o arriba con potencia y también con gran colocación, al estilo de Forlán contra Ecuador en el partido que nos permitió jugar el repechaje para entrar al Mundial de 2010?
-Es difícil contestarlo. A mi manera de ver, tenés más margen de error pateando fuerte, porque dependés mucho de tu pie de apoyo. Si se corre un poco ese pie, le pegás mal, mordido o muy alto. Y después, conceptualmente, dentro del área, quizá por mi contextura física, que ahora cambió porque estoy gordo (sonríe), nunca me caractericé por tener una pegada fuerte. Pero siempre me quedó algo que me enseñó Martirena, mi primer técnico en inferiores: “Adentro del área, el gol es un pase”. Hoy les diría a los jóvenes eso, porque tu pierna tiene menos recorrido y vos tenés más capacidad de sorpresa en el impacto, y además porque tu pie de apoyo influye menos. Siempre preferí definir con colocación a definir con fuerza. Y concretamente respecto a los penales, el que vale es el que entra.
¿Y sabés qué es lo más difícil de un penal? Su importancia en el partido y en el campeonato que estés disputando. Cuando caminás los 50 metros esos, te puedo asegurar que es muy complejo. Miente el que dice que nunca sintió miedo.
-¿La abstracción absoluta es imposible?
-Muy difícil. Te pasan muchísimas secuencias de cosas por la mente a cada minuto. Para algunos compañeros míos era más difícil que para mí, que era el que pateaba primero. Así que yo me quedaba con nervios o con ansiedad, esperando a que todo saliera bien. Pero al tipo que tiene que aguantar a que patees vos, el otro y el otro, se le pasa la película doscientas veces por la cabeza.
-¿Esto cambia desde la perspectiva de un arquero especialista en atajar penales?
-Es un tema que he hablado mucho con Fernando Álvez: si hubiera sido arquero, por un tema de probabilidades, me hubiera tirado en los cinco penales al mismo lugar.
-¿En serio?
-Sí, porque los que patean son diferentes y vos sos el mismo. Entonces, por un margen de probabilidades, es difícil que todos apunten al mismo lugar, y te podés asegurar o estar cerca de tapar uno o, directamente, atajarlo. Tampoco es una garantía, pero si vas siempre para un lado vas a salir antes y a ganar recorrido. Aunque quizá, como no fui arquero, sea una manera facilista de ver las cosas (risas). Eso en una definición. Después, en los penales aislados de los partidos, la fortaleza de piernas y la intuición pura del golero son vitales.
-Pasemos a un tema más trascendente. ¿Usted cree en Dios?
-Yo fui al Colegio Maturana y tal vez los curas me van a matar si me leen, porque no soy ortodoxo ni voy a misa asiduamente, pero creo en Dios, lo percibo como un respaldo de fe y lo encuentro en mis pedidos y en mis agradecimientos casi a diario. Y hablo mucho con mi viejo desde que falleció.
-Imagino que esas conversaciones deben hacerle bien.
-Mucho bien.
-Hablando de él, pero también de su madre, ¿cuánto le sirvió en su vida y en su carrera la educación que recibió?
-Me sirvió mucho, porque la exigencia de ellos hoy es mi autoexigencia. Por suerte tuve una escolaridad excelente y una educación muy buena, en una época distinta en que este tema era la principal prioridad no de algunas familias, sino de todas las familias del Uruguay, el país más alfabetizado de la región. Mi familia no era pudiente, pero tampoco pasamos muchas necesidades: siempre estábamos con lo justo, y yo estuve becado muchos años en mi colegio, que era pago. Pero sí: tuve esa suerte e influyó mucho en mi manera de ser y de concebir la importancia del estudio no solo para mí, sino también para mis hijos.
-Dígame una cosa: ¿a usted no le pesa ser un ícono?
-No. Ahora es terrible porque, ¿quién no tiene un teléfono para sacarse una fotito o filmar un video? Pero llevo ese tema bastante bien, aunque a veces no me comprenden, porque si llegás tarde al aeropuerto, tenés que hacer el check in, ir corriendo a Migraciones y embarcar mientras la gente te va parando, no podés. Después, he asumido que una vez que salgo a la calle me puede pasar. Si me pedís una foto de una manera lógica y educada, no me molesta. Aunque a veces te la pidan cuando estás comiendo, porque acá la gente es invasiva (risas).
-Se ha hablado mucho de la admiración que Zidane siente por usted. Pero hay una cita hermosa que no se recuerda tanto y que me gustaría traer a la mesa. En una entrevista que dio en el año 2004, el francés declaró: “Para mí Enzo es como Dios. Fue el jugador que miré y admiré cuando estaba en Marsella, el mejor que he visto por las cosas que hacía con la pelota y por cómo era en lo personal. Si alguien pensara que he llegado a su nivel, para mí sería lo máximo”. Me gustaría preguntarle si usted ha sentido esa admiración tan profunda por otro futbolista y si, por su arquitectura mental, fuertemente analítica, ha perdido en alguna medida el aspecto lúdico del juego.
-Empiezo por el final. Nunca, ni siquiera hoy con pocas piernas, lo perdí, y es algo en lo que insisto con los chiquitos, porque pienso que intentar transmitirles las presiones del fútbol profesional es un error. Precisamente, lo que deben hacer es divertirse y, cuanto más perdure ese aspecto lúdico, mejores profesionales van a ser. Yo creo que fui un buen profesional porque mantuve el valor del juego por encima de todo.
-¿Por encima de las presiones patológicas que algunos padres ejercen sobre los chicos?
-Sí. Son aspectos muy propios de las familias de las que los chicos provienen. Ahora, yendo a la primera parte de tu pregunta, te diría que, en términos de los futbolistas que admiro, Messi es todo lo bien que uno pudiera imaginar el fútbol, pero a 100 kilómetros por hora. Para quienes jugamos, hay cosas que se pueden realizar a cierta velocidad, porque requieren una precisión extrema. Pero él las hace con tal rapidez y naturalidad que es increíble. Después, lo de Zidane me impresionó mucho -luego lo conocí y nos hicimos amigos- porque él tenía 14 o 15 años cuando iba a ver los entrenamientos del Marsella, donde jugué solamente diez meses, a diferencia de lo que sucedió en otros clubes. Porque Orteguita habla maravillas de mí pero, dentro de todo, jugamos cuatro años juntos. “Zizou” me ha elogiado con el cariño y la inocencia que uno puede sentir cuando es adolescente. La verdad es que es un tipo que habla poco, pero es muy natural, simpático y auténtico en sus expresiones. Y yo siempre le digo: “Pero boludo, ¡fuiste más importante que yo!” (risas). Nos reímos mucho con eso, porque el alumno ha superado al maestro.
-Qué bárbaro.
-Hay un recuerdo muy lindo que me quedó en la cabeza. En un partido en Ginebra por una ONG, hace ya varios años, siendo los dos embajadores de la Unicef, vino conmigo mi hijo Marco, que lo admira mucho. Y después del partido, cenando y charlando, a pesar de la timidez que Marco ha heredado de mí, para romper un poco el hielo, porque los tres hablamos poco, le dije: “Che, acá lo tenés a ‘Zizou’, preguntale lo que querías saber”. Marco se puso colorado y le dijo: “Nada, quería saber cómo entrenás y cómo lograste tener ese control orientado de pelota”. Y Zidane respondió: “Preguntale a tu padre, ¡si yo lo aprendí de él!”. Para Marco fue hermoso, pero para mí como padre fue fuertísimo, porque lo que le estaba diciendo Zidane, un tipo humilde, muy capaz y con una gran claridad de conceptos, es que mi hijo tenía el ejemplo en su casa.
Enzo lo que tenés que hacer es llevar al botija Arezo para River!!!!