A través del testimonio exclusivo que obtuvo de sus protagonistas, el autor evoca con calidez y con algunos datos sorprendentes la gesta que le permitió a Peñarol convertirse en el primer club tricampeón del mundo.
“Peñarol y su gente: gloria y tradición” es el nombre de un libro que escribí y que edité junto al diario El País, con la esperanza de que tuviera un éxito que trascendiese los estamentos obvios del fútbol. Sin embargo, nunca imaginé que terminara siendo tan heterogéneamente popular, un mérito que les cabe tanto a los ídolos históricos del Club Atlético Peñarol que, desde Roberto Matosas hasta Gabriel Cedrés, Antonio Pacheco, Pablo Bengoechea y Fernando Morena, pasando por José Luis Chilavert, César Menotti, Cristian Rodríguez y Diego Aguirre, aceptaron ser entrevistados en profundidad, como a un público ávido por descubrir el costado intimista de aquellos monstruos sagrados.
Monstruos sagrados en cuyos testimonios la gesta de 1982 fue tan recurrente como el emocionado recuerdo que provocó hace pocos días un nuevo aniversario de la Copa CONMEBOL Libertadores de América y de la Copa Intercontinental gracias a las cuales Peñarol terminó de imponerse como grande entre los grandes. No era para menos entonces. Y tampoco lo es hoy, cuando la distancia y las limitaciones en los cambios que ha impuesto este fútbol globalizado, que obliga a exportar rápidamente el talento que sigue surgiendo de tierras orientales, provocan mayor asombro, con una mirada retrospectiva, respecto de lo que significó aquella consagración.
El 12 de diciembre de 1982 en el Estadio Nacional de Tokio, el equipo uruguayo venció al Aston Villa de Inglaterra 2 a 0, con goles de Jair Gonçalves y de Walkir Silva. Formó Peñarol con algunos nombres de jerarquía que sería imposible reproducir hoy en un campeonato de ese calibre. Ya no estaba en el plantel el extraordinario Rubén Walter Paz, quien precisamente en 1982 había emigrado al Inter de Porto Alegre, donde a su vez había jugado muchos años Jair.
Pero aun con la lesión de Ernesto Vargas y de Fernando Álvez, sí estaban, comandados por un hombre intuitivo y práctico como Hugo Bagnulo, Gustavo Fernández, una garantía de seguridad en el arco, Nelson Gutiérrez, quien desde joven con su aplomo, su fiereza y su precisión para anular rivales se acostumbró a los triunfos internacionales que luego llevaría a River y a la selección, Walter Olivera, la personificación más entrañable de la palabra “capitán”, Víctor Diogo, un lateral-volante oportuno, potente y talentosísimo, el propio Jair, cuya calidad había sido fundamental también contra Flamengo, en el Maracaná y por Copa Libertadores, Mario Saralegui, cuya solidez como jugador nunca fue cuestionada, Venancio Ramos, un puntero endemoniadamente veloz, y Fernando Morena, uno de esos milagros que surgen cada escasas décadas en el área.
“Yo no me puedo olvidar de lo que he hecho”, declaró en una entrevista publicada en Tenfield el “Indio” Olivera. Y refiriéndose al contacto diario e ininterrumpido que mantiene con sus excompañeros mediante un grupo de Whatsapp, agregó: “A todos los considero mis hermanos, porque estuvimos mucho tiempo juntos y vivimos un montón de cosas lindas”.
Una epopeya terrenal. A fines del año 2017, precisamente en “Peñarol y su gente”, Olivera había asegurado, con la sincera bonhomía de siempre: “La verdad es que no sabíamos bien cómo era el Aston Villa, y a sus jugadores recién los conocimos adentro de la cancha, porque no teníamos manera de saber si tenían la altura de Venancio o del ‘Tano’. Y resulta que justamente con el ‘Tano’ nos tocó un 9 más alto que nosotros. Pero lo que yo esperaba era que fuera más fácil la final de la Libertadores que la de la Intercontinental”.
“Y —añadió entonces— quería ganar aquello de lo que tanto había oído hablar. Porque a mí no me importaba la plata, ¿qué me iba a importar ser pobre? En la chacra donde me crié se comía bien, eso sí, aunque la plata no abundara. Lo que me interesaba era el fútbol”.
Fútbol en que descollara, hasta el fabuloso absurdo de convertir siete goles en un solo partido, el “Potrillo” Morena, quien en ese libro sostuvo: “La unidad que hubo en el plantel de Peñarol en 1982, cuando salimos Campeones Uruguayos, de América y del Mundo, fue notable. Nosotros vivíamos en Los Aromos, jugábamos el domingo por el Campeonato Uruguayo, y el martes y viernes por la Libertadores. Éramos una familia grande. Tanto es así que los jugadores que quedaban afuera del plantel no se molestaban. Y eso es algo sumamente agradable. Estar en Los Aromos, ver un rato una película sin saber muy bien qué día era, porque había permanentemente un ciclo de concentración-partido-concentración-partido, y tener cerca a don Hugo Bagnulo y al profe Kistenmacher, un tipo impresionante, y ambos con una actitud tan ganadora, bueno: la verdad es que era bárbaro. Los trabajos de los entrenamientos cambiaban en función de los rivales y de la asiduidad de los partidos, pero la mentalidad no. Y había una gran cohesión en todos los aspectos. Nada de empezar a gritar en el dormitorio cuando te ibas a dormir. De manera que todo era natural, con lo cual sabíamos de memoria qué buscaba el cuerpo técnico”.
Cohesión, familia, hermandad, excelencia, coraje y jerarquía: el “Indio” y Morena, pero también sus compañeros, quienes fueron testigos de una campaña hazañosa y quienes de algún modo somos herederos de aquella memoria, tenemos el deber de salvaguardarla.
Hace tantos años que es mejor no recordarlos, el gran poeta argentino Leopoldo Lugones escribió, con la patria como faro: “Abre al peñasco su opulenta entraña, donde mismo sangró el héroe recio/ Para acendrar en oro de montaña, aquella sangre que no tiene precio”.
Y mucho más recientemente, Jorge Valdano, una gloria de la pluma y de la pelota, explicó: “El fútbol es un juego exageradamente humano”.
¿Hace falta aclarar que, cuando leemos frases tan hermosas, lo que estamos haciendo es recordar al primer club tricampeón del mundo en toda la historia de este deporte infinito?
Pablo Cohen, Montevideo, 16 de diciembre de 2020.